Juntaletras es un espacio que surge a raíz de mi ocasional necesidad de hacer honor a su nombre y de la voluntad de compartir el producto final del proceso. El proyecto es tímido, pusilánime, pretende ser humilde, nada pretencioso y, sobre todo, honesto. Es, sólo, un reflejo, una respuesta; estirar de la punta de un hilo que asoma por un poro y que insinúa un ovillo aletargado.

sábado, 13 de octubre de 2007

Azúcar

Eran las diez y media de la noche. No quedaba azúcar. Dejó el vaso de té a medio beber, o medio bebido, y se dispuso a salir a la calle. Rápidamente, abandonó su casa abandonándose al resto del mundo con la súbita sensación de haber vivido media vida y de tener todavía media por vivir. Aquello le aterrorizaba, le encogía del tal manera que padecía la impresión de tener todos sus órganos y sistemas internos completamente paralizados, congelados, catatónicos, y de únicamente estar salvaguardado ante la luz de las farolas por las resistencias estoicas de su sistema locomotor y de la esforzada inexpresividad de su rostro; escaso escaparate de la verdadera realidad humana. Sus músculos transportaban errante y desapasionadamente un organismo suspendido, varios pasos por detrás de una mente incapaz de controlar la incipiente y desatada tormenta eléctrica que en ella retumbaba. Marchaba sin rumbo, sorteaba mecánicamente los obstáculos, doblaba las esquinas aleatoriamente, totalmente ajeno a la calidez que desciende sobre la ciudad con el descanso del sol. Las ideas fluían en su mente como la corriente de un río desbordado que arrasa poblados, casas, personas. Pocas conseguían detenerse lo suficiente como para ser objeto de análisis y, en este caso, escaso tiempo permanecían en ese estado. No era consciente de los lugares que recorría, ni siquiera de porqué había decidido salir a la calle. Los paseos se poblaban, el murmullo de la multitud elevaba su volumen y, poco a poco, empezó a sentirse angustiado y huérfano en aquella inmensa jungla de cuerpos, luces, asfalto y ladrillos.

Paulatinamente, con el paso de las horas, percibió un aliviante descenso de su casi esquizofrénica actividad cerebral que, sin embargo, desembocó en un intenso dolor de cabeza. No se sentía bien pero, al menos, se veía capaz de estructurar mínimamente alguna que otra idea. Continuó su marcha sin destino buscando instintivamente esos rincones más íntimos que toda metrópoli alberga en su interior. Los irregulares adoquines bajo sus pies, el abrazo de las calles estrechas, el olor ácido y la tenue y ocrácea luz de las lámparas urbanas del casco antiguo le brindaron una pequeña dosis de relajación y relativo bienestar. Pausó la cadencia de sus pasos y, todavía más, la de sus neuronas. En ese punto, se consideraba apto para convivir con su estado de shock. Mientras seguía deambulando, su alma se instaló en dirección opuesta a sus pasos, en una dolorosa retrospección que hundía lentamente una aguja en su piel con cada recuerdo. Solo, abatido y, por primera vez, consciente de que no tenía lugar alguno al que acudir. En las enrevesadas callejuelas se cruzaba con otras personas, solitarias o agrupadas. De todas ellas sentía algún tipo de envidia. De todas ellas esperaba algo, algo abstracto que no podía clasificar, algo que sabía que no iba a recibir, algo, en todo caso, que tampoco estaba seguro de poder aceptar. Caminaba con el mentón erguido, con los ojos atentos, buscando, quizás, solamente una mirada, una mirada sincera, un segundo compartido, un segundo eterno. Sin ningún éxito en su empresa, giró la enésima esquina que le conduciría a la enésima calle sin nombre cuando, de pronto, se encontró, a escasos treinta metros, con un muro que cerraba la vía, aquél que bautizó a este callejón sin salida. Pasaron varias decenas de segundos, de aquéllos que cuentan los relojes, para que se diera cuenta de que era el primer instante en toda la noche en el que tenía las dos suelas de los zapatos total y sincrónicamente reposadas sobre el piso asfaltado. Ni siquiera se había detenido ante los semáforos, no necesitó cruzar por ninguno en concreto. La asunción de tal hecho le mantuvo inmóvil, paralelamente petrificado, durante varios minutos, completamente atónito ante el primer obstáculo que, a buen seguro, le obligaría a desandar el camino por vez primera en su viaje. Sabedor de la victoria del muro, no pudo resistir la tentación de retardarla y proseguir sobre suelo todavía virgen para él. Al alcanzar el final del callejón, contempló con sorpresa una débil luz rojiza a su derecha, emanando sutilmente de un estrecho ventanal tras el que se adivinaba un pequeño local, con sillones grandes y mesas bajas. Alzó el cuello y, ante la oscuridad del recóndito lugar, se aproximó a la entrada para leer el nombre del club sobre la puerta: “Sin salida”. Se detuvo. Miró de nuevo a través del cristal. Desde la nueva posición ya era capaz de discernir la totalidad de formas ubicadas en el interior. Su rápido examen ocular se demoró bruscamente en la zona más alejada del acceso. Allá, sentada, una hermosa mujer solitaria acababa de recibir en su mesa un gran vaso de té, humeante. Sin pensar, como en todos los actos que le arrancaron de su casa y que hasta aquí le condujeron, abrió la puerta y avanzó entre los escasos cuerpos vivos e inertes que moraban en la sala hasta la mesa de la mujer. Se situó al lado del sillón vacío que quedaba en frente de ella y, sin preguntar, se acomodó. En ese preciso momento, la mujer alzó su rostro, con los ojos cerrados, y, en cuanto ascendieron los párpados, encontró la espera de una mirada sincera. Bajo esas exactas condiciones, el tiempo se detuvo lo suficiente como para que él pudiera decir:

- Un té, por favor. Con dos de azúcar.


Imagen: Travis Smith - Seempieces



Cobijo

Hoy te encuentro, de nuevo,
en la magia de los acordes
en el arpegio pausado

Te encuentro
en esas dos palabras que, hasta hoy,
nadie antes había unido

Te encuentro
emanando de ansiosos poros
en sudores entrelazados

Te encuentro
en la calidez del silencio
de las horas cansadas

Te encuentro
en las yemas de mis dedos
ávidas de consuelo

Te encuentro
en un arrebato onírico
de belleza descodificada

Te encuentro
en mi sorpresa dichosa
de una noche de octubre

Te encuentro, de nuevo,
y ante ti me detengo,
pusilánime, agradecido.

Fotografía: Pedro - sobre el río Ladra (Lugo)