Paulatinamente, con el paso de las horas, percibió un aliviante descenso de su casi esquizofrénica actividad cerebral que, sin embargo, desembocó en un intenso dolor de cabeza. No se sentía bien pero, al menos, se veía capaz de estructurar mínimamente alguna que otra idea. Continuó su marcha sin destino buscando instintivamente esos rincones más íntimos que toda metrópoli alberga en su interior. Los irregulares adoquines bajo sus pies, el abrazo de las calles estrechas, el olor ácido y la tenue y ocrácea luz de las lámparas urbanas del casco antiguo le brindaron una pequeña dosis de relajación y relativo bienestar. Pausó la cadencia de sus pasos y, todavía más, la de sus neuronas. En ese punto, se consideraba apto para convivir con su estado de shock. Mientras seguía deambulando, su alma se instaló en dirección opuesta a sus pasos, en una dolorosa retrospección que hundía lentamente una aguja en su piel con cada recuerdo. Solo, abatido y, por primera vez, consciente de que no tenía lugar alguno al que acudir. En las enrevesadas callejuelas se cruzaba con otras personas, solitarias o agrupadas. De todas ellas sentía algún tipo de envidia. De todas ellas esperaba algo, algo abstracto que no podía clasificar, algo que sabía que no iba a recibir, algo, en todo caso, que tampoco estaba seguro de poder aceptar. Caminaba con el mentón erguido, con los ojos atentos, buscando, quizás, solamente una mirada, una mirada sincera, un segundo compartido, un segundo eterno. Sin ningún éxito en su empresa, giró la enésima esquina que le conduciría a la enésima calle sin nombre cuando, de pronto, se encontró, a escasos treinta metros, con un muro que cerraba la vía, aquél que bautizó a este callejón sin salida. Pasaron varias decenas de segundos, de aquéllos que cuentan los relojes, para que se diera cuenta de que era el primer instante en toda la noche en el que tenía las dos suelas de los zapatos total y sincrónicamente reposadas sobre el piso asfaltado. Ni siquiera se había detenido ante los semáforos, no necesitó cruzar por ninguno en concreto. La asunción de tal hecho le mantuvo inmóvil, paralelamente petrificado, durante varios minutos, completamente atónito ante el primer obstáculo que, a buen seguro, le obligaría a desandar el camino por vez primera en su viaje. Sabedor de la victoria del muro, no pudo resistir la tentación de retardarla y proseguir sobre suelo todavía virgen para él. Al alcanzar el final del callejón, contempló con sorpresa una débil luz rojiza a su derecha, emanando sutilmente de un estrecho ventanal tras el que se adivinaba un pequeño local, con sillones grandes y mesas bajas. Alzó el cuello y, ante la oscuridad del recóndito lugar, se aproximó a la entrada para leer el nombre del club sobre la puerta: “Sin salida”. Se detuvo. Miró de nuevo a través del cristal. Desde la nueva posición ya era capaz de discernir la totalidad de formas ubicadas en el interior. Su rápido examen ocular se demoró bruscamente en la zona más alejada del acceso. Allá, sentada, una hermosa mujer solitaria acababa de recibir en su mesa un gran vaso de té, humeante. Sin pensar, como en todos los actos que le arrancaron de su casa y que hasta aquí le condujeron, abrió la puerta y avanzó entre los escasos cuerpos vivos e inertes que moraban en la sala hasta la mesa de la mujer. Se situó al lado del sillón vacío que quedaba en frente de ella y, sin preguntar, se acomodó. En ese preciso momento, la mujer alzó su rostro, con los ojos cerrados, y, en cuanto ascendieron los párpados, encontró la espera de una mirada sincera. Bajo esas exactas condiciones, el tiempo se detuvo lo suficiente como para que él pudiera decir:
Imagen: Travis Smith - Seempieces